Las series de televisión accedieron a la mayoría de edad cuando renunciaron al simple entretenimiento para asumir como propia una función tradicionalmente asociada a la literatura: la de ser una herramienta con la que interpretar la realidad. Nuestra percepción de la política, por ejemplo, no es la misma ahora que antes de la emisión de El ala oeste de la Casa Blanca, ese curso intensivo acerca de la gobernanza de la compleja y diversa sociedad norteamericana. Hasta entonces, nadie nos había contado tan bien cómo era la política vista desde dentro: los tejemanejes y pasteleos que a veces se hacen necesarios para sacar adelante una medida justa, los dilemas éticos a los que un estadista tiene que enfrentarse, las intromisiones de la pequeña prosa de la vida en la gran poesía de la Historia, las deslealtades que menudean en los aledaños del poder... No sin un optimismo ciertamente ingenuo, la serie transmite los clásicos valores norteamericanos: la fe en el progreso y en el potencial del pueblo estadounidense, el orgullo de sentirse centinelas del mundo libre, una vocación de liderazgo unida al concepto de responsabilidad colectiva.
Nadie que no sea ambicioso llegará jamás a dirigir los destinos de un país como Estados Unidos, así que hemos de suponer que Josiah Bartlet, el honesto e ilustrado presidente interpretado por Martin Sheen, lo fue alguna vez: su acceso al Despacho Oval viene a satisfacer unas aspiraciones que la concesión previa de un premio Nobel no parecía haber colmado. Pero la suya es una ambición puesta al servicio del bien común, el obsequio de sí mismo que el gran hombre hace a sus compatriotas. En House of Cards, por el contrario, es el bien común el que desde el principio está al servicio de la desmedida ambición de su protagonista, el maquiavélico Frank Underwood al que da vida Kevin Spacey. House of Cards es el envés de El ala oeste de la Casa Blanca. Donde antes había ejemplaridad y vocación de servicio, ahora hay hipocresía y tendencia a la manipulación. Donde había fe en la dignidad natural del ser humano, hay cinismo. Donde había alta política, sólo hay politiquería. En House of Cards, los políticos íntegros y honrados van quedando por el camino, y el bueno de Bartlet nunca habría pasado de ser un miembro más de la Cámara de Representantes.
Frente a El ala oeste de la Casa Blanca, que mantiene una confianza plena en el sistema, House of Cards exhibe las vergüenzas de un parlamentarismo reducido a la función de cómplice y tapadera de los omnipotentes lobbies. A su manera, es una serie antisistema. ¿Con cuál de las dos interpretaciones quedarnos? Por desgracia, no existe la democracia ideal, invulnerable, así que tendremos que convenir que en buena medida la política son las personas que la hacen. Personas que tienen o no la formación y el empuje necesarios. Personas que aciertan o se equivocan. Personas que creen de verdad en la democracia o que no: imagínense el desastre si un individuo como Donald Trump acaba sucediendo a Obama.
Otra de las grandes series políticas de los últimos años es Borgen, protagonizada por una presidenta danesa llamada Birgitte Nyborg. El partido que lidera es minoritario en el parlamento, de modo que la labor de gobierno la obliga a un constante ejercicio de equilibrismo político. A veces esos equilibrios provocan la deserción o el sacrificio forzoso de algunos de sus colaboradores más cercanos, y Nyborg suele despedirse de ellos con las siguientes palabras: “Eres un buen político.” ¿Qué entenderíamos nosotros por un buen político? Seguramente, una persona que aspira a mejorar las condiciones de vida de sus conciudadanos sin excluir a ninguno, que antepone los intereses públicos a los privados, que genera consensos y mantiene abiertas las vías de diálogo, que no inventa enemigos a los que echar las culpas de sus fracasos, que está dotada de la energía y la preparación necesarias para llevar adelante las reformas, que sabe comunicar las bondades del proyecto que lidera... Así es Nyborg precisamente, y el espectador desea desde el principio que esa mujer honesta y decidida supere todos los contratiempos que se interpongan en su camino. Pero nadie sigue siendo el mismo tras un período de intimidad con el poder, que aislándote de la sociedad limita tu visión de la realidad, que te apea de tus principios y distrae de tus objetivos, que altera definitivamente tu escala de valores... ¿En qué momento el buen político, aunque mantenga intactas sus capacidades, deja de serlo? Cuando el propósito de mantenerse en el poder desplaza al de servir al interés general. A partir de ese momento, ya no hay consensos sino componendas, no estrategias sino triquiñuelas, y el arte de la política degenera en simple politiqueo. Para entonces suele ocurrir que el buen político, que en el trayecto ha tenido que ir desembarazándose de sus mejores colaboradores, se ha quedado solo, y no hay nadie a su lado para advertirle: “Eras un buen político pero ya no.”